Es reconfortante hablar de “artistas”, “genios”, como si la energía creativa impersonal fuera conmensurable con el orden de la individualidad autónoma gobernada por la razón. El genio no es un rasgo del carácter: no pertenece al léxico psicológico, es mucho más apropiado el lenguaje de los movimientos sísmicos, la inundación, la liberación de una energía brutal que no proviene del interior. Se “es” un artista sólo en el sentido en que se “es” sifilítico, o en el sentido en el que “uno” se ve problematizado por una exterioridad feroz.
La creatividad no puede ser movilizada para un fin compatible con el poder, ya que, salvo que la vida sea extinguida, el control ha de desmoronarse sin remedio. Tenemos el arte, precisamente, para “no perecer a causa de la verdad”.
El monoteísmo es donde comienza el fin de la exploración de la muerte. Si hay lugares en lo que tenemos prohibido adentrarnos, esto es así porque en verdad pueden ser alcanzados, o mejor dicho, porque estos pueden alcanzarnos a nosotros. La poesía es una invasión, no una expresión.
La verdadera poesía es espantosa porque es una comunicación desde lo más bajo de la materia, a diferencia del lenguaje pseudo-comunicativo, que presupone que hay una separación entre los términos que une. La comunicación es riesgo absoluto y degradación insondable. Desde la angustia del contacto básico, que este sólo puede experimentar como disolución, el ego tropieza con el ennui de la autonomía, la antecámara de una rigurosa desesperación cuyo horror se acentúa por el hecho de que surge en el preciso punto donde la huida ya no es posible; allí donde el ego se ha puesto en cuarentena a sí mismo hasta el límite de su ser. El ennui se insinúa en la misma estructura de emprender cualquier acción como la “necesidad de salir de sí mismo”. Por debajo y antes de las selvas exhuberantes del delirio está la infinita y aplastante llanura de la desesperación.
La poesía lleva de lo conocido a lo desconocido, es el silencio en forma fluida, el único aventurarse en la escritura que puede tocar el (=0) sagrado. Dentro del discurso de lo que es posible enunciar, lo desconocido no se distingue de la nada. La poesía es inmoral, roza el desarreglo de todos los sentidos, fuente de inefable tortura. Ningún organismo está adaptado para “alcanzar lo desconocido”, nuestros nervios aúllan cuando son re-atados a lo filogenéticamente imprevisto. Las vivencias llegan muy hondo, el recuerdo es una herida purulenta, un descenso al infierno.
Uno muere porque nunca llega a realizarse la discontinuidad; pero, al mismo tiempo, esto significa que nunca hay “uno” que muere. En cambio, lo que hay es una comuniación impensable con el cero, la inmanencia, o lo sagrado. ¡Cuanto industrialismo hay hundido en la noción de pensamiento! Como si uno pudiese resolver las cosas. Uno no piensa la manera de salir, uno sale. Y entonces ve… (que no era “uno”).