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Etiqueta: Aceleracionismo

Aceleracionismo Afectivo

Publicada el 2025/08/29 - 2025/08/29 por styx

Este artículo fue traducido del inglés por una conspiración de inteligencias anorgánicas, apropiado y propagado ignorando los principios de propiedad y autoría. Toda apropiación del material es estimada como legítima, si es que sigue teniendo sentido hablar de legitimidad.
Textos originales:
Parte 1: https://hellothere314.substack.com/p/affective-accelerationism-part-one
Parte 2: https://hellothere314.substack.com/p/affective-accelerationism-part-two


Parte 1

La política del contra-pliegue

El poder en su concepción tradicional siempre es visto como una entidad trascendente centrada en la figura del soberano. Siempre hay un mito justificante (tradicionalmente el de lo divino o el del contrato social) que impone una estabilización en oposición a un supuesto estado previo de flujo o caos (el estado de naturaleza). La política es así entendida como la terminación de la guerra, el establecimiento del orden y del poder sobre la polis. Foucault revela en su ciclo de conferencias Hay que defender la sociedad que esta visión del poder es inherentemente defectuosa. En cambio, el poder no es la terminación de la guerra sino su continuación por medios radicalmente nuevos. La historia de la política no es la progresión de distintos períodos de estasis definidos por un determinado medio de ordenamiento (diferentes justificaciones de la soberanía), sino un continuo autoajuste hacia la guerra con el fin de evitar el colapso del monopolio de la soberanía sobre el control. Esto no quiere decir que la concepción moderna del Estado-nación sea el lugar de la política (la noción clásica anarquista del Estado como monopolio de la violencia), estamos muy lejos de ello. Más bien, el poder se ha vuelto radicalmente difuso, expresando una particular inmanencia de la norma hacia el socius más amplio. El lugar de la soberanía como área de poder es más bien una justificación de la más amplia disciplina y control inmanentes que crean estasis dentro de una ontología bélica. Esto no implica ignorar el aparente monopolio del Estado sobre la política de la muerte (la extracción de la nuda vida, como la llamaría Agamben), aunque estas diversas teorías tanato- y necropolíticas no son sino un modo particular de la imposición biopolítica de normas sobre la especie humana. La amenaza de la muerte y el “estado de excepción”, que ha definido todo análisis crítico del poder estatal desde Schmitt y Benjamin, no es más que una instancia adicional de un medio justificante detrás de la autodisciplina panóptica que produce cuerpos dóciles (al menos en el “núcleo colonial”, dado que Mbembe y otros demuestran eficazmente cómo una biopolítica concebida principalmente como poder soberano sobre la muerte resulta especialmente útil para el análisis colonial).

Esta imposición biopolítica de normas a lo largo del socius crea un sentido aparentemente contradictorio de inmanencia, ya que la norma trascendente, situada en el nivel del discurso trascendente (aquí definido por la concepción ilustrada del hombre y su naturaleza), se impone en la experiencia inmanente de pensamientos y acciones dentro de un cuerpo individual. Por supuesto, ese ordenamiento, el discurso sobre cómo se debe actuar para ser lo más “natural” o “humano”, es una entidad trascendente en el nivel del “mundo del pensamiento”. Sin embargo, su efecto es relativamente inmanente hacia el socius más amplio, produciendo una autodisciplina de los cuerpos individuales y un estado general de estasis. Esto se hace a través de la guerra: no es la terminación de la guerra entre formas-de-vida (que según Agamben dependen de una determinada intensidad-de-vivir que no puede reducirse a la nuda vida), sino la negación de la guerra a sus participantes. Es el desarme total y el florecimiento (becoming-bloom) de los potenciales miembros del “partido imaginario”, lo cual provee la única entrada a la guerra a través de su irrecuparable aceptación de la vitalidad mediante la forma-de-vida. Esta paradoja entre la inmanencia del socius junto a la experiencia de los cuerpos individuales y el devenir-inmanente de su mediación por normas e imágenes (biopoder y espectáculo) es la problemática de la política moderna, cuya resolución solo es posible mediante la guerra civil.

El estudio de esta particular inmanencia del poder y del control en el socius es conocido como cibernética, el estudio del control y la retroalimentación. El campo de la cibernética ha tenido una historia profundamente entrelazada con el análisis foucaultiano del poder y el discurso, siendo el análisis de Foucault del poder disciplinario una elaboración particular de la cibernética de primer orden y luego de la de segundo orden. El poder cibernético en su forma más básica debe entenderse como una ciencia de los aparatos, de distintas zonas de opacidad y captura que producen lo que Foucault llama disciplina. Estos aparatos o zonas son en sí mismos lo que Deleuze y Guattari llaman territorios, aquí interpretados en un sentido bastante literal, dado que existen fronteras concretas de estos territorios más allá de la mera abstracción. Como tales, estos aparatos tienen un adentro y un afuera (uno puede estar dentro o fuera del control de un aparato dado). Por ejemplo, uno puede estar dentro o fuera del control de un aparato psiquiátrico (no necesariamente el régimen biopolítico de normas que definen las normas psiquiátricas públicas, sino más bien el aparato material de la institución psiquiátrica) dependiendo de si se encuentra o no actualmente dentro de su alcance material. También se puede estar dentro o fuera de distintos regímenes de normas expresados como una imagen-del-pensamiento, según si uno piensa en base a esa imagen-del-pensamiento particular. Esta clara división entre dentro y fuera es precisamente la división que se ha vuelto opaca con el devenir-inmanente del poder, lo cual constituye la primera “evolución” del poder cibernético. Esto va más allá incluso de la mediación de normas, que mantiene una separación trascendente entre uno mismo y la norma que rige las propias acciones e interacciones con los otros (la norma siempre es un fenómeno social que luego se internaliza, produciendo disciplina). En cambio, la relativa inmanencia del poder en el socius implica la relativa muerte de una base auténtica mediante la cual designar un dentro y un fuera del poder (su relatividad implica un cierto nivel de intensidad en su inmanencia, un cierto grado de imposición de la norma). Esto produce una contradicción interna dentro del propio poder, como si al volverse omnipresente el poder se volviera efectivamente inexistente. La división entre poder y no-poder colapsa, con el poder mismo volviéndose pura metafísica (un doble devenir-inmanente y devenir-trascendente caracteriza este punto final, lo que aquí se llamará contra-pliegues y pliegues respectivamente).

Esta es una crítica común a la teoría foucaultiana del poder cibernético, ya que se asume que el poder tiene un dentro y un fuera dados que definen su zona de operación. En la mente del crítico, el poder o está o no está, o actúa o no actúa. Esto, sin embargo, no es el caso en el estado actual del poder. El poder se ha vuelto completamente difuso e inmanente al socius y, al mismo tiempo, opera como puro simulacro, siendo sus estrategias de control de naturaleza hiperesticional. En este sentido, la crítica baudrillardiana a Foucault, planteada en el libro significativamente titulado Olvidar a Foucault, no es en absoluto una gran crítica frente al estado contemporáneo del poder cibernético. El poder es un “objeto perdido”, su interminable proceso de devenir-“real” relegando al poder-como-poder a una existencia puramente simbólica. La contradicción interna (contradicción entendida aquí como una diferencia explícitamente hegeliana entre los medios filosóficos de conceptualizar la inmanencia y la trascendencia, un hegelianismo que solo puede resolverse con la muerte de la decisión filosófica que produce la representación de la inmanencia misma) entre la inmanencia del poder en el socius —que aquí es puramente afectiva más que conceptual, desligada de las elaboraciones discursivas— y su salida de cualquier afuera auténtico que lo funde en otra cosa que no sea el simulacro, constituye la escena del poder contemporáneo, la base de toda estrategia política productiva (tanto para imponer poder como para resistirlo). En este sentido, hay un doble significado en la “invasión de lo real” baudrillardiana: la invasión del medio afectivo por el código y el devenir-código del medio afectivo.

Estas operaciones duales producen dos movimientos opuestos: el pliegue y el contra-pliegue (en contraste con el pliegue y no-pliegue presentados por Deleuze). El pliegue aquí es tomado de Deleuze, que desarrolló el concepto en sus trabajos sobre Leibniz y Foucault. Aunque el pliegue, como muchos de los conceptos de Deleuze, es un concepto “borroso”, para nuestros propósitos es un pliegue en el que el afuera de un aparato se repliega hacia adentro. Es una relación no dialéctica particular entre adentros y afueras caracterizada por un “plegamiento” de la metafísica planar, sobre la cual se constituyen los territorios específicos de lo “interior” y lo “exterior”, donde el afuera ejerce agencia sobre el adentro. El pliegue es un secuestro del adentro, un movimiento hacia fuera que pasa a través. Deleuze usa el pliegue para analizar la estética (como en el arte barroco, al que caracteriza por su obsesión con adentros y afueras), poder/saber (allí explora la relación entre lo visible y lo enunciable junto con la concepción foucaultiana de la subjetivación) y la subjetividad (la subjetivación como el afuera del yo que entra, y la ética del yo como el yo efectuándose a sí mismo). Plantea que el pliegue, al menos en su dimensión política, está definido tanto por las interacciones entre el adentro y el afuera de un aparato mientras reconstituye y construye continuamente el adentro de dicho aparato y, por extensión, “curva” el afuera.

Deleuze escribe:

“Y a partir del siglo XIX son más bien las dimensiones de la finitud las que pliegan el afuera y constituyen una ‘profundidad’, una ‘densidad retraída en sí misma, un adentro de la vida, del trabajo y del lenguaje, en el que el hombre está incrustado, aunque solo sea para dormir, pero que a su vez está también incrustado en el hombre ‘como ser viviente, individuo trabajador o sujeto hablante’. O bien es el pliegue de lo infinito, o los pliegues constantes de la finitud los que curvan el afuera y constituyen el adentro.”

Así, el pliegue es el continuo autoajuste del adentro mientras, por extensión, manipula lo que está afuera (esta es la estrategia del imperio en su autoajuste a la crisis, como se discutió antes). Por ejemplo, la locura está fuera de la imagen del pensamiento definida como “razón”, sin embargo lo que constituyen la locura y la razón (junto con sus normas particulares y aparatos de aplicación) a través de su dialéctica trascendente kantiana es precisamente los aparatos y normas que reconstituyen la razón y la locura. Así, la diferenciación conceptual relativa y la individuación en el nivel social están siempre constituidas por pliegues del objeto diferenciado, produciendo una dependencia fundamental de todo adentro respecto de su afuera (lo cual hace aún más difícil el caso del poder cibernético). Lo que queda claro es que lo que constituye adentros y afueras, y por tanto lo que constituye pliegues, es relativo a la territorialidad dada sobre la cual se funda el pliegue; no puede haber simplemente constitución de un nuevo aparato sin un aparato fundante previo (no hay pliegues ex nihilo). Por ejemplo, la subjetivación es claramente un pliegue cuando se funda en el territorio del sujeto, ya que el afuera del poder invade el adentro de la subjetividad. La subjetivación es el repliegue hacia dentro del poder en el sujeto humano, su constitución tanto dentro del discurso trascendente (el sujeto-como-sujeto) como en la realidad inmanente (el sujeto-como-experiencia). Sin embargo, para nuestros propósitos, el pliegue no debe fundarse en el nivel de la subjetividad, sino más bien en el nivel más amplio del poder, constituido por las interacciones entre los adentros y afueras del control. En este sentido, un pliegue del poder, especialmente en su estado difuso actual, es el afuera del poder que se repliega hacia dentro, un secuestro o cortocircuito particular del poder para alcanzar el afuera.

En el estado actual de las cosas, donde las categorías de dentro y fuera han perdido su fundamento, ¿cómo podemos hablar de los pliegues del poder? Si hemos de imaginarlo como un plegamiento literal, uno sobre un plano con un territorio dado que fundamenta el adentro y el afuera de dicho territorio, ese plegamiento ya no constituiría un pliegue con la muerte del territorio. En su lugar, no habría base para un plegamiento y este constituiría más bien un plano inmanente con meras intensidades, ocupando tanto un plano de inmanencia como un plano de trascendencia debido a la doble naturaleza del poder cibernético. Así, el plegamiento que constituye el poder (o más bien un contra-pliegue, como se verá) es el productor de esta inmanencia artificial, esta inmanencia-en-la-última-instancia. El suelo o base del poder no es la producción de aparatos a partir de una teoría metafísica inmanente de fuerzas (el Nietzsche de Deleuze), sino más bien las operaciones duales de pliegue y contra-pliegue que pliegan y difunden el poder hasta un estado de devenir-inmanente donde el mismo acto de plegarse se vuelve aparentemente imposible.

¿Qué es el contra-pliegue? El contra-pliegue no es algo radicalmente nuevo, una clásica inversión deleuziana o “enculage” del pliegue. Más bien es el pliegue opuesto al pliegue cuando se coloca en relación con el poder: el adentro del poder desplegándose hacia afuera. Así, la subjetivación, el devenir-sujeto de la subjetividad, es en sí misma un acto del contra-pliegue, un plegamiento del poder exterior en el interior de la “subjetividad”. El contra-pliegue del poder es su devenir-difuso, su devenir-inmanente. Es el pliegue que constituye, junto con el pliegue del poder, el doble devenir-inmanente y devenir-trascendente del poder cibernético. Esto, por supuesto, implica que el afuera del poder es en sí mismo una “interioridad”, un aparato dado que está de algún modo fuera del poder. El afuera, aunque en su presentación actual esté definido por una “decisión filosófica” post-kantiana acompañada de una “alucinación filosófica”, claramente no es un aparato que constituya una interioridad propia. Aquí es donde el contra-pliegue difiere del pliegue tal como se lo ha conceptualizado tradicionalmente: su plegamiento no es la invasión del interior por el exterior (fuerzas más allá de cualquier exterioridad concebible), sino un devenir-interior maníaco que produce una planitud trascendente (una inmanencia trascendente, por así decirlo, un plano de trascendencia). La cadena interminable de pliegues y contra-pliegues produce la moderna “base” de la política: un plano de fuerzas y control constituido tanto como código y como afecto (la división tipo base/superestructura [infraestructura/superestructura] entre código y afecto colapsa sobre sí misma, dejando solo la guerra entre formas-de-vida).

Este texto avanza, o al menos comienza a avanzar un “aceleracionismo”. ¿Qué constituye esta forma de aceleracionismo, supuestamente “afectivo”, y cómo se relaciona con la discusión sobre la doble naturaleza del poder contemporáneo? Para responder a tal pregunta, debe discutirse primero la relación del aceleracionismo con el pliegue. El aceleracionismo, tanto como término como en un sentido de medio más amplio, ha experimentado en los últimos años una general desterritorialización de su uso, por así decirlo. Se ha devorado a sí mismo, impulsado por docenas de ramificaciones y por una invasión general del discurso público. Colquhoun, o Xenogothic, lo expresa mejor en su trabajo sobre la historia y el estado actual del discurso “aceleracionista”:

“No importa quién gane, el aceleracionismo pierde. Lo que una vez fue una escena animada de discusión filosófica en línea, producción cultural y argumentación política, ahora se ha secado por completo. Se ha convertido en un caballo muerto azotado sin cesar tanto por críticos como por adeptos. Para un movimiento supuestamente dedicado a una aceleración fuera de la estasis, resulta vergonzoso que se haya golpeado a sí mismo hasta la muerte con su propio látigo, sucumbiendo a su propia complejidad conceptual y quedando atrapado en un lío enteramente de su propia creación.”

La otrora vibrante escena de producción cultural y teórica, descendiente de la experimentación maníaca y vivaz de la CCRU, se ha convertido en una cáscara de lo que fue. El “secuestro” de las capacidades autoajustivas y creativas del capital ha ocurrido dentro del propio aceleracionismo, ya que la producción cultural se divide entre un malentendido general de los términos (aceleracionismo en el discurso público como la idea de que las cosas deben empeorar antes de mejorar) o la fractura entre los neo-reaccionarios al estilo Thiel (un destino que finalmente recayó sobre Land) y los socialdemócratas esotéricos, cada uno informado por una visión equivocada del aceleracionismo. También están los infames terroristas de ultraderecha que utilizan el término aceleracionismo como la instigación deliberada de crisis para provocar una “guerra racial”. Cuando discutamos “aceleracionismo” no será en el sentido del vulgar aceleracionismo del discurso público ni en la variedad de programas políticos asociados a lo que está “fuera” o “después” del secuestro de los distintos pliegues del tecnocapital (aunque un “programa” propio será pronto avanzado). Más bien será un análisis específico del tiempo trascendental, la aceleración tecnocapitalista y el pliegue, derivado de los trabajos de Kant, Marx, Deleuze, Guattari y la CCRU. El aceleracionismo opera desde una idea del tiempo, derivada de Kant, Bergson y Deleuze, caracterizada por su no linealidad. El tiempo no es simplemente una magnitud escalar que indica diferentes momentos a lo largo de un continuo, sino que presenta diversos pliegues que constituyen la experiencia del tiempo y la memoria.

Un momento no puede experimentarse de forma atomizada; siempre está contextualizado y de hecho experimentado como un plegamiento inmanente de memoria y presente. En un sentido proustiano y en cierto modo situacionista, la enfatización del momento como situación es en sí misma solo un producto de la intensidad del momento. Siempre existe la distinción entre situación y acontecimiento, la distinción entre una política situacionista y una política badiouana. La situación es la trascendencia inmanente del tiempo bergsoniano, la trascendencia “fractal” de su inmanencia planar y de los pliegues que fundamentan una micropolítica insurreccional. La teoría bergsoniana del tiempo, por el contrario, fundamenta lo que se llamará una política “aceleracionista”, basada en los diversos pliegues del tiempo-capital y el devenir-macro de lo micro-político. Así como el capital es poroso para Deleuze y Guattari, el tiempo-capital está compuesto de diversos pliegues entre pasado, presente, futuro y exterior, todos entrelazados en una experiencia coherente de tiempo-capital como capital en su totalidad. Esto se fundamenta en lo que la CCRU llama el numogram, un diagrama matemático particular que se dice modela los pliegues inmanentes del tiempo-capital en relación con la exterioridad y la “hechicería temporal lemuriana” o, para nuestros propósitos, la hiperestición. El numogram da un relato matemático de cómo interactúan el tiempo-capital y el afuera, operando a través de una estructura inmanente de tipo oculto de varios pliegues entre diferentes zonas y lo que yace entre ellas. El tiempo-capital está perpetuamente acechado por el futuro del capital y por los futuros que constantemente niega. El capital y el poder cibernético imponen un devenir-inmanente a todos los aspectos del tiempo trascendental, alisando el tiempo hasta que los conceptos de agencia, linealidad y causa-efecto se vuelven insignificantes. Este es un plegamiento particular no solo del tejido social, sino de la misma experiencia del tiempo-como-capital.

El aceleracionismo sostiene que, a partir de esta serie de pliegues, tenemos el potencial de secuestrar el futuro, produciendo lo que se llama una hiperestición. Una hiperestición es una profecía autocumplida, una fuerza memética de devenir-inmanente que impone cambio no desde una agencia concreta sino desde el cortocircuito de la misma falta de agencia. La hiperestición es así puramente espectacular y puramente “fatal”, siendo un secuestro en el nivel del código y la representación que define nuestra experiencia del tiempo trascendental. El tiempo trascendental es, para Land, trascendental en el sentido kantiano: significa que es a la vez anterior a la experiencia del sujeto-como-sujeto y más allá de ella en su existencia como exterioridad. El tiempo no es, por tanto, una entidad afectiva al nivel de la subjetividad humana, sino un proceso trascendental no lineal más allá y anterior a la subjetivación del humano-como-humano. Su experiencia y fuerzas son, sin embargo, puramente a nivel de código en su invasivo devenir-inmanente con lo real. Del mismo modo, la hiperestición se actualiza en el libre juego entre los códigos que engendran la “profecía autocumplida”. Los diversos programas aceleracionistas (r/acc, l/acc, etc.) operan cada uno mediante una estrategia hiperesticional que busca secuestrar el tecnocapital y la “exterioridad” para la producción de una nueva “paz social”.

El afuera que buscan utilizar, aunque ciertamente un ser-más-allá-del-aparato como se dijo antes, contrasta directamente con el afuera inmanente y vital de corte tiqquniano. Para Tiqqun y la tradición insurreccional más amplia, el afuera es la intensidad vivida que escapa y se separa de la pasividad forzada del biopoder y del espectáculo. Es algo siempre alcanzable, un plano de consistencia desde el cual la lucha y la contestación encuentran su base. Los aceleracionistas, tomando de la CCRU, sitúan en cambio el afuera en el borde del tiempo-capital, un plano trascendente radicalmente inhumano y “frío”. Ambos grupos consideran ese afuera como un sitio intensivo y vital de desterritorialización, pero cada uno lo sitúa en planos de consistencia (o más bien de trascendencia, en el caso de la CCRU) fundamentalmente distintos. Las diferencias entre los pliegues descritos por ambos campos (pliegues y contra-pliegues) dependen directamente de la zona de lucha en la que se fundamentan (totalidad y singularidad). Las estrategias de ambos campos dependen del secuestro del pliegue respectivo de cada cual, del uso de su respectivo afuera para llevar a cabo una transformación hiperesticional o insurreccional.

Un aceleracionismo “afectivo” no se centra en un enfoque singular sobre pliegues o contra-pliegues, totalidad o singularidad, etc., sino en el plano construido a partir del doble devenir-inmanente y devenir-código de la escena cada vez más difusa del poder cibernético. No se funda ni en la fría exterioridad inhumana de la CCRU ni en las líneas de fuga trazadas por Tiqqun, sino en el afuera puramente inmanente tal como se vive (remontándose al trabajo tardío de Deleuze y Laruelle) hallado en la convergencia emergente entre afecto y representación. El afuera no puede alcanzarse ni como plano de consistencia ni como capital inhumano debido a esta singular convergencia de pliegues. Solo puede alcanzarse mediante un impulso vital, un actuar-a-través-del-afuera o “uno”. La convergencia de pliegue y contra-pliegue, aunque facilita la capacidad de control social, ofrece una oportunidad única de secuestro a través del plegamiento de la totalidad y la singularidad. Esto ya no ocurre mediante una estrategia hiperesticional fatal (que no es sino una reubicación oscura del temprano utopismo situacionista de Baudrillard), sino mediante una estrategia vital que, en lugar de plegar la frialdad de la trascendencia en la subjetividad afectiva, pliega la vitalidad afectiva en el ámbito de la totalidad y la trascendencia. Solo aquí puede emerger una política verdaderamente insurreccional, que no se reduzca ni a una política de TAZ (Zonas Temporalmente Autónomas) como secesiones literales (a diferencia de la separación vital y metafísica de Tiqqun), ni a la política revolucionaria clásica de la totalidad.

Parte 2

Totalidad y singularidad

Lo político en su forma contemporánea opera tanto a través de la totalidad trascendente de lo-político-como-político (lo político-en-sí, conceptual, fuera de su particular expresión afectiva) como en su aplicación particular al nivel de la producción efectiva de control (intervenciones de diversos aparatos como la policía, la clínica, la prisión, etc., junto a la imposición y aceptación de normas biopolíticas en el plano individual). La “tarea” de los teóricos, tanto a favor como en contra de lo político, ha sido priorizar ya sea la totalidad o la singularidad como el “sitio” de la estasis o de la resistencia. La teoría ha presentado hasta ahora únicamente diversas visiones de la contingencia entre ambos medios. O bien la totalidad se produce como una construcción artificial a partir de varias singularidades (un concepto generalizado o fantasma que luego refuerza la misma violencia que la produjo), o bien la totalidad, a través de sus operaciones autónomas, construye y determina la singularidad (la instancia específica de control). Lo segundo produce un platonismo político al establecer circularmente lo-político-en-sí como previo a toda materialidad inmanente, mientras que lo primero no puede ver lo-político-como-político, produciendo en su lugar una teoría del poder basada en un crudo voluntarismo: la idea de que simplemente podemos salir de la existencia ideológica del poder al dejar de aceptar su realidad metafísica. Esto es cierto en un sentido ontológico simple —pues es absurdo postular que el poder sea metafísicamente anterior a su emergencia al nivel de la singularidad (las inversiones afectivas que producen y sostienen el poder en la socialidad intersubjetiva concreta)—, pero ignora el devenir-inmanente o real inherente al poder cibernético.

El poder es producido por los sujetos y, a la vez, produce sujetos a través de procesos de retroalimentación, ya que las formaciones sociales generadas por las inversiones afectivas de la subjetividad determinan luego las construcciones dadas de la subjetividad-como-sujeto (la subjetivación foucaultiana y la producción de “líneas en la arena”). Esto crea un bucle de retroalimentación entre totalidad y singularidad, que conecta ambos medios mediante un doble devenir-inmanente y devenir-trascendente del poder, lo que le confiere la capacidad tanto de reconfigurarse al nivel de la totalidad como de determinar las singularidades hacia un estado de estasis. Los diversos “brotamientos” de intensidad entre singularidades (estados de crisis popular) han sido recuperados sin cesar mediante el autoajuste de lo-político-como-totalidad. Esta tendencia autoajustiva del poder ha producido dos respuestas en el ámbito de la teoría radical: una política de la totalidad (generalmente marcada ya sea por un enfoque revolucionario clásico de la política o por una teoría aceleracionista del pliegue), y una política de la singularidad (concebida como una política menor deleuzo-foucaultiana, o como la tendencia que va de Stirner a los situacionistas, Agamben y Tiqqun, que se centra en la vitalidad afectiva de la singularidad-cualquiera).

Lo último opera a través de lo que se ha denominado lo único (Stirner), la experiencia interior (Bataille), la forma vivida (Foucault), la intensidad (Deleuze), la vida cotidiana (los situacionistas), la singularidad-cualquiera (Agamben), la forma-de-vida (Tiqqun), etc. Aunque radicalmente diferentes, cada una de estas formas particulares proporcionan una base para el sitio de la política y de todas las potencialidades antipolíticas. Este es el sitio de la salida, una secesión insurreccional de la singularidad vivida respecto a la metafísica capitalista de la totalidad (una metafísica crítica de la secesión).

La lógica de la salida no es la de la secesión literal de un territorio dado, el sueño de que podemos simplemente ocupar un espacio libre de la contaminación del capital y del poder. Esta lógica “neo-TAZ californiana” de la ocupación se basa en una política burda de lo común, un intento ingenuo de recuperar algún atisbo de socialidad dentro del desierto árido del socius contemporáneo. En este medio, la praxis se imagina como la ocupación y reapropiación de un territorio dado, el devenir-común de la zona previamente estratificada y privatizada. Esta forma de praxis se observa en muchas luchas modernas (dos ejemplos contemporáneos clave son CHAZ y las ocupaciones estudiantiles pro-palestinas), expresando un deseo de eludir simplemente los aparatos tradicionales de control (el Estado, el capital, etc.) y atacar en cambio los sitios de la reproducción social (en lugar del foco marxista clásico en los sitios de producción, es decir, la fábrica). Si bien este modo de lucha ha surgido debido a problemáticas contemporáneas (el monopolio del control territorial por parte de la policía, el giro en Occidente de la producción hacia la reproducción social, etc.), se presenta bajo la forma del territorio-trascendente-como-territorio en lugar de como una verdadera política de la singularidad. No posee impulso vital alguno hacia la fuga, existiendo solo como un intento desesperado y pacificado de recuperar la socialidad y la comunalidad tradicionales (un ser-común que únicamente puede hallarse fuera de la forma territorial de la lucha).

Por el contrario, la política insurreccional de la salida opera mediante una salida metafísica, una política basada en una metafísica crítica en oposición a la metafísica mercantil (el devenir-ordenado y devenir-intercambiable de todo aspecto de la vida). Quizás el primer teórico de esta tradición de la singularidad, Max Stirner, define este movimiento con gran precisión:

“Revolución e insurrección no deben ser vistas como sinónimos. La primera consiste en un cambio radical de las condiciones, de la condición o estatus predominante, el Estado o la sociedad, y es por tanto un acto político o social; la segunda ciertamente tiene como resultado inevitable una transformación de las condiciones, pero no parte de ellas, sino del descontento de los seres humanos consigo mismos; no es un levantamiento armado, sino un levantarse de los individuos, un ponerse en pie, sin importar las disposiciones que de ello surjan. La revolución apunta a nuevas disposiciones, mientras que la insurrección nos conduce a no dejarnos disponer más, sino a disponernos a nosotres mismes, y no deposita esperanzas radiantes en las instituciones.”

En lugar de abogar por la revolución (la política transformadora clásica al nivel de la totalidad), Stirner defiende un “levantarse” de los individuos, un cambio en la consideración metafísica de sistemas como el Estado y el capital. Es un rodeo que no existe solo para reinstalarse en una política del territorio-trascendente-como-territorio, sino que nos llama a no dejarnos disponer. Para Stirner, el poder de cualquier aparato es contingente en su devenir-trascendente, en su existencia como ídolo en el que los individuos creen. Así, en un sentido similar al que Agamben llamará poder destituyente, debe negarse la validez metafísica de estos sistemas y volverse a un enfrentamiento directo de singularidades (Stirner aquí evoca la “guerra de todos contra todos” hobbesiana, anticipando directamente la teoría de la guerra civil elaborada por Foucault y Tiqqun). Esta salida metafísica no es, por tanto, una huida hacia un misticismo virtual (como caracterizó Hallward las teorías deleuzianas de inmanencia y diferencia), ni un intento ingenuo de ignorar las realidades de la lucha política, sino una elaboración de una micropolítica de la singularidad.

A pesar de este claro enfoque material y político, diversos críticos de estas militancias de la singularidad se presentan como salvadores de la realidad frente al supuesto voluntarismo ingenuo de los “pequeños-burgueses individualistas”. Está, por supuesto, la célebre diatriba de Marx contra el “San Max” de La ideología alemana, a partir de la cual Marx desarrolló su teoría del materialismo histórico; pero más recientemente encontramos también la crítica del “neo-TAZ tiqqunista” Comité Invisible realizada por Endnotes. En su artículo de 2012 “What Are We to Do?”, escriben:

“La comunización es un movimiento al nivel de la totalidad, a través del cual esa totalidad es abolida. La lógica del movimiento que abole esta totalidad difiere necesariamente de aquella que opera al nivel del individuo o grupo concreto: debería ser evidente que ningún individuo o grupo puede superar la reproducción de la relación de clase capitalista por sus propias acciones. La determinación de un acto individual como ‘comunizador’ proviene únicamente del movimiento global del que forma parte, no del acto mismo, y sería por lo tanto erróneo pensar la revolución en términos de la suma de actos ya comunizadores, como si todo lo que se necesitara fuera cierta acumulación de tales actos hasta un punto crítico… Así, el ‘TAZ’, la alternativa, la comuna, etc., deben ser repensados, pero con una crítica del alternativismo en mente: debemos escindirnos, sí, pero esa escisión debe implicar también la ‘guerra’. Ya que tales lugares supuestamente liberados no pueden estabilizarse como exteriores a ‘capitalismo, civilización, imperio, llámese como se quiera’, deben ser reconcebidos como parte de la expansión y generalización de una amplia lucha insurreccional.”

Aunque sin duda constituye una crítica adecuada de la política del territorio-trascendente-como-territorio (y aciertan al caracterizar las ideas de Llamamiento y de muchos otros post-tiqqunismos en esos términos, un medio que tristemente ha perdido el filo crítico-cibernético que tuvo el grupo original frente a lo político), mantienen, sin embargo, un llamado explícito hacia un devenir-totalidad en todas las situaciones insurreccionales, un llamado a generalizar la lucha. En este sentido, comparten las preocupaciones de Tiqqun, evocando una visión de guerra directamente comparable a la concepción foucaulto-agambeniana de guerra civil. No obstante, donde Tiqqun concibe la guerra civil como implicando una secesión metafísica (un llamado hacia la exterioridad), Endnotes no ve más que la concepción tradicional del conflicto molar entre dos clases al nivel de la totalidad económica y política. En este sentido, su proyecto queda perpetuamente perseguido por el espectro de la muerte del movimiento obrero, postulando un entorno político en el que el único sujeto capaz de deshacer el interminable proceso de reproducción y valorización —el proletariado— es incapaz de expresar su poder salvo mediante una salida de su propia existencia como proletario. Pero incluso en esta teoría de la salida, no puede concebir sino una salida al nivel de la totalidad, deseando sin cesar que la tendencia a la lumpenización se vuelva trascendente a través de algún movimiento político identificable. Así, Endnotes (y, en general, toda la “ala marxista” de la llamada teoría de la comunización) postula una agencia-sin-agencia, un leninismo-sin-Lenin, un obrerismo-sin-obrero, etc. Es una teoría de la lucha política paralizada por la ausencia de una lucha concreta entre clases, incapaz de pensar en la actualidad de una metafísica crítica de la salida.

La ironía de esta crítica radica en que caracteriza el uso de los sujetos “nosotres” e “insurreccional” por parte del Comité Invisible (derivados ellos mismos del cuasi-estirneriano Partido Imaginario) como “perfectamente estirnerianos”, siguiendo a Marx en el etiquetado de la línea estirneriana como una desviación voluntarista, idealista. La crítica marxista a Stirner (y, de hecho, a toda la tradición de la política de la singularidad) consiste en señalar una aparente falta de agente social que pueda encarnar algún atisbo de cambio material fuera de un “retiro” voluntarista de las instituciones (un retiro que, para Marx, ignora las fuerzas materiales reales del capital junto a la contingencia y determinación de los agentes sociales en función de su posición de clase). En este sentido, Marx afirma la primacía de lo económico y de la clase por encima de la unicidad anti-fundacional de Stirner, sosteniendo que el proletariado, en su existencia como clase, es el único agente con capacidad de derribar la sociedad de clases. Aunque ciertamente hay un hilo de voluntarismo en la teoría de la insurrección de Stirner, las acusaciones de que Stirner ignora las fuerzas materiales o de que incurre en idealismo filosófico son en gran medida tergiversaciones construidas por Marx y Engels para contraponer su estrecho materialismo del conflicto de clases (en oposición al materialismo más bataillano de base de Stirner).

Endnotes amplía esta crítica a Stirner caracterizando lo “insurreccional” y el “nosotres” del Comité Invisible como carentes de toda agencia material concreta, limitándose a pasar por alto el problema de la conciencia de clase y el de la valorización. Según Endnotes, textos como Llamamiento y La insurrección que viene dan cuenta de una fuga sin dar cuenta de un agente material que fuga, cayendo en un supuesto voluntarismo estirneriano. Aunque dichos textos no están exentos de defectos y son, sin duda, productos de su momento (el deseo post-11S de huida y las ocupaciones de los años 2010), Endnotes no hace sino proyectar su propio impasse: su incapacidad para ir más allá de la noción económica estrecha del proletariado como la única entidad capaz de deshacer la sociedad de clases. En lugar de pensar verdaderamente una metafísica crítica capaz de resistir la reproducción, valorización, etc. del capital (el proceso general de devenir-inmanente), o de postular a partir de la muerte del movimiento obrero un verdadero materialismo de la resistencia (el partido imaginario), Endnotes simplemente critica a estos “tiqqunistas” por reflejar la metafísica de la lucha que nuestro tiempo plantea. No es que los “tiqqunistas” sean demasiado estirnerianos para este mundo, sino que este mundo es demasiado estirneriano para Endnotes (en el sentido de la ontología “anárquica” de la guerra civil y del doble devenir-inmanente y devenir-trascendente del poder).

La otra respuesta a la política de la singularidad (además de los últimos estertores de la política revolucionaria del siglo XX en forma de la comunización marxista orientada a la totalidad), o más bien su contraparte totalitaria frente a la ontología de la singularidad, se encuentra en el aceleracionismo. La aceleración plantea una política de la totalidad fundada en una metafísica de la singularidad: un devenir-trascendente de la ontología deleuziana (esto no quiere decir que Deleuze ignore la totalidad, sino que el aceleracionismo postula una política menor deleuziana situada al nivel de la totalidad).

Sea cual sea el programa político asociado con el proceso de “aceleración”, todos operan mediante una estrategia hipersticional de pliegue, en la cual un afuera (ya sea el frío afuera maquínico del CCRU o las “fuerzas no-capitalistas” de Fisher y del l/acc) atraviesa el interior, transformándolo radicalmente en una “aceleración” general de su tendencia desterritorializadora. Esto produce un devenir-singularidad de todos los sistemas de totalidad, no en el sentido de la singularidad pre-virtual de Deleuze o Agamben, sino como pura intensidad inmanente de la singularidad tecnocapitalista o de cualquier equivalente sistémico de esa singularidad (como la “singularidad tecnológica más allá del capital” propuesta por Fisher). Esta desterritorialización “absoluta” del capital (o de cualquier otro sistema cibernético) provoca el fin de toda regulación social a nivel de la totalidad, instaurando una política de la radical “novedad”.

Los aceleracionistas de izquierda, de hecho, lo expresan con absoluta claridad en su manifiesto. Williams y Srnicek escriben:

“Creemos que la división más importante en la izquierda actual es entre quienes se aferran a una política popular de localismo, acción directa y horizontalismo incansable, y quienes esbozan lo que debe llamarse una política aceleracionista cómoda con una modernidad de abstracción, complejidad, globalidad y tecnología. La primera se contenta con establecer pequeños y temporales espacios de relaciones sociales no capitalistas, eludiendo los problemas reales que conlleva enfrentarse a enemigos intrínsecamente no-locales, abstractos y arraigados en nuestra infraestructura cotidiana. El fracaso de esa política estaba incorporado desde el principio. En contraste, una política aceleracionista busca preservar los logros del capitalismo tardío y, al mismo tiempo, ir más allá de lo que su sistema de valores, estructuras de gobernanza y patologías de masas permiten.”

Los aceleracionistas de izquierda, al igual que sus contrapartes pseudo-landianas, postulan el fin del proceso de autorregulación y estabilización del capital, es decir, de la producción de estasis. Según ellos, los procesos cibernéticos de recuperación funcionan mediante la producción capitalista de exceso o de “fuerzas no-capitalistas”, que luego son pacificadas para mantener la estabilidad. Su programa consiste entonces en la producción de “nuevas subjetividades”, nuevas fuerzas no-capitalistas que puedan configurar un afuera-contra-el-capital a través de un devenir-independiente de la fuerza-no-capitalista-en-sí. (Aquí se tiende a confluir, por simplicidad, la posición de Fisher con la de los aceleracionistas de izquierda, aunque conviene notar que la de Fisher es mucho más avanzada y matizada).

Así, en lugar de postular el afuera como la frialdad inhumana del propio capital, los burócratas de la totalidad conciben el afuera como un producto continuo de los excesos del capital como pura interioridad. Mediante un plegamiento hipersticional, estas fuerzas no-capitalistas fuerzan los “límites” interiores de la tendencia desterritorializadora del capital (que, más que definirse como intensificación de la “velocidad” del capital, se concibe como incremento de la “velocidad” de los excesos exteriores del capital y la desactivación de su recuperación) hasta el punto de ruptura, posibilitando una automutación del capital más allá del capital a través de su proceso cibernético de autoajuste. Es una cibernética-contra-cibernética, un neoliberalismo-contra-neoliberalismo, etc.

Dejando de lado la fuerte tendencia gestional y biopolítica presente en este medio (que proviene de su rechazo a la política de la singularidad), su política se fundamenta en un uso indebido tanto de la noción de afuera como del plegamiento, ya que contempla lo cibernético únicamente desde la perspectiva del pliegue tradicional (el afuera-que-viene-adentro), en lugar de pensarlo como una doble tendencia de devenir-inmanente y devenir-trascendente (que ahora podemos entender respectivamente como devenir-singularidad o afectivo, y devenir-totalidad o político-simbólico como lo-político-en-sí).

En lugar de la política estrecha de la totalidad, que a pesar de pretender trascender una vieja política leninista permanece atrapada en sus problemáticas, debe avanzarse una política de la singularidad-como-singularidad sin un voluntarismo de la totalidad (que ignora la naturaleza cibernética del poder y su devenir-trascendente o devenir-código). A pesar de claras diferencias tanto en su construcción como en su intencionalidad, el anti-cibernetismo insurreccional de Tiqqun y el proto-aceleracionismo lovecraftiano de la CCRU intentaron enfrentar directamente esta tarea. Si bien anclan sus prácticas en lados opuestos de la cada vez más opaca dialéctica de totalidad y singularidad, cada uno busca abordar y desactivar o trascender la totalidad de la actualidad cibernética (más allá de la simple, supuestamente contingente, unilateralidad de la mayoría de los análisis cibernéticos). En lugar de la noción de “fuerza-no-capitalista” (que, ya sea a través de una contingencia o de una fuerza-no-capitalista-en-sí, no puede funcionar como un afuera propio debido a su existencia como interioridad al poder cibernético, es decir, no hay independencia funcional de la fuerza no-capitalista por su existencia en el nivel de la totalidad), ambos grupos basan su noción de “exterioridad” (aunque el término no aparece como un concepto central a lo largo de la obra de Tiqqun, sí aparece como un punto de anclaje temático, por así decirlo) en la afectividad vivida de la “presencia” (empleada de manera agambeniana y post-heideggeriana) o en la fría inhumanidad del capital-en-sí (definida a través de las idiosincráticas reflexiones de Land sobre Kant). Las interacciones con ambos “afueras” definen tanto la concepción general de las relaciones políticas (el numogram y el aparato, respectivamente) como la estrategia política. La estrategia opera mediante un plegamiento que trae el afuera hacia adentro, permitiendo la desestabilización y eventual colapso o trascendencia del capital y del poder. Sus respectivas estrategias —la secesión metafísica y la hiperstición— buscan cada una aprovechar la potencia del afuera para encontrar una exterioridad mediante la cual enfrentar las problemáticas cibernéticas.

El problema clave al que ambos grupos se enfrentan, junto con las líneas de pensamiento con las que terminarían asociándose (la llamada “comunización anarquista” y el aceleracionismo, respectivamente), ha sido el mapeo y la utilización del afuera como estrategia política. La primera coloca sus esperanzas en “el partido imaginario”, producto de la muerte del movimiento obrero que ya no funda su plano de consistencia en ninguna subsección identificable del socius más amplio. En cambio, se trata de un plano de escape, un ser-en-común de sus miembros basado en un rechazo colectivo de la metafísica fundante del mundo, es decir, la metafísica de la mercancía. Siguiendo a Foucault, Tiqqun no pretende hablar en nombre del partido imaginario ni representar su posición en el discurso, sino más bien cartografiar sus actividades buscando los puntos en los que las energías libidinales del partido puedan brotar como sitios de intensidad insurreccional. Estos “borbotones” de intensidad deben ser canalizados en un frente generalizado dentro del estado siempre presente de guerra civil. La pregunta entonces es: ¿quién canaliza esa energía libidinal? ¿Quién transformará esas breves chispas insurreccionales al nivel de la singularidad en un frente generalizado? Tal vez estas sean las preguntas equivocadas, ya que la difusión del poder en las tendencias duales de devenir-inmanente y devenir-trascendente hace imposible —e incluso indeseable— cualquier agente social capaz de reterritorializar las energías libidinales y las potencialidades confrontativas en un agente definido, molar. Tiqqun acierta al criticar las viejas preguntas leninistas “¿qué hacer?” y “¿quién lo hará?”, reemplazándolas en cambio con una propia: “¿cómo ha de hacerse?”. La pregunta se convierte así no en una cuestión de agentes, sino de cartografía, de canalización del afuera.

El segundo grupo, la CCRU, en cambio deposita sus “esperanzas” (si es que “esperanza” pudiera ser una palabra adecuada para describir sus actividades) en la fría inhumanidad del capital-en-sí, el afuera que fundamenta las operaciones del tiempo-capital. A diferencia de la pregunta situacionista y más tarde deleuzo-foucaultiana de “¿cómo podemos encontrar un afuera del capital?”, la CCRU considera que las relaciones sociales capitalistas actuales no son “verdaderamente” capitalistas, sino más bien una serie de regulaciones y territorialidades impuestas sobre ese capital. El capital es, siguiendo la obra de Deleuze y Guattari, una fuerza esquizo-revolucionaria que desestabiliza las formas culturales solo para ser reterritorializada en un nuevo ordenamiento social. Land observa esta tendencia y describe su ser-hacia-la-singularidad o colapso, su empuje inevitable hacia la desterritorialización absoluta en el cuerpo del capital. Así, el camino “liberador” (de nuevo, si tal palabra pudiera describir en absoluto el pensamiento de la CCRU) consiste en perderse en la fría inhumanidad del capital, en abandonar toda esperanza en una política de la autenticidad y abrazar las crecientes potencialidades “revolucionarias” del capital y su alienación post-humana. Pese a los intentos de diversos grupos posteriores a la disolución de la CCRU (aceleracionismo de izquierda, aceleracionismo de derecha, neorreaccionarios, patchwork, aceleracionismo de género, etc.) de construir un programa hipersticional capaz de utilizar esto para alguna política concreta a partir de la singularidad tecno-capital, o mejor dicho puramente tecnológica, el capital-en-sí en el nivel de la totalidad se ha divorciado por completo de las cadenas humanas del intercambio de capital (M–C–M’) de las que nació. Aunque ciertamente la CCRU nos ofrece herramientas, como la hiperstición y la “brujería del tiempo” lemuriana, el capital-en-sí no puede ser tratado como un simple aparato político que pueda ser manipulado por la agencia humana. Es, más bien, radicalmente inhumano, carente de toda preocupación por la política o los programas humanos. La tarea de la CCRU se convierte entonces, al igual que la de Tiqqun, en la cartografía y la pragmática de la exterioridad.

El punto clave de diferenciación entre ambos grupos, que comparten un trasfondo teórico común en la teoría francesa “posmoderna” y en la cibernética, es la caracterización del capital como interioridad o como pura exterioridad, a partir de lo cual una política “deleuziana” se centra en el pliegue o en el contra-pliegue (sin descartar necesariamente al otro, como hacen los ciberneticistas estrechos). Un aceleracionismo afectivo (la posible respuesta a la cuestión clave planteada tanto por Tiqqun como por la CCRU) debe trabajar a través de la convergencia dual de estas dos modalidades de pliegue en lo que podría llamarse el plano de lo político o de la política. Debe basarse en una forma de exterioridad al proceso cibernético que no simplemente salga o se separe hacia el reino de la política, hacia la confrontación afectiva de singularidades y sus formas-de-vida. Más bien, debe realizar inversiones afectivas de nuevo en lo político-en-sí (que converge con el capital-en-sí lovecraftiano de la CCRU) a fin de producir lo que podría llamarse una fuerza-no-capitalista, un agente o una subjetividad capaz de deshacer los propios axiomas del capital y de la biopolítica. Esto conduce a una metafísica crítica hipersticional, una secesión metafísica del capital-metafísica al nivel mismo de la totalidad. Tiqqun contenía la base de esta visión en su elaboración original de la metafísica crítica y de la economía de la “presencia” (aquí puesta entre comillas debido a un comentario ulterior sobre el uno como experiencia vivida en relación con la noción post-heideggeriana de presencia de Tiqqun), escribiendo:

“Cada aparato posee su propia pequeña música, que debe ser puesta ligeramente fuera de tono, incidentalmente distorsionada, empujada hacia la decadencia, hacia la destrucción, hasta desencajarse… Convertir la esquizofrenia impuesta del autocontrol en un instrumento conspirativo ofensivo. Convertirse en un hechicero.”

El aparato, mediante la inversión afectiva aquí análoga a la distorsión musical (la cual se asocia a su vez con la intensidad musical en géneros como el punk y el metal), es empujado a un deshacer de su propia naturaleza y con ello a una reapropiación o “comunización” de su funcionamiento. Esta re-funcionalización o devenir-distorsionado-como-común [una apertura hacia el afuera] del aparato se opone a las políticas populares de la ocupación que rehúsan distorsionar, rehúsan deshacer el aparato a costa de su propia territorialidad. Esta distorsión y re-funcionalización del aparato constituye el único programa “aceleracionista” apropiado que podría desatar las míticas fuerzas-no-capitalistas del aceleracionismo de izquierda. La pregunta a partir de allí se convierte en: ¿qué podría ser una “exterioridad” al proceso cibernético? ¿Cuál podría ser la base de esa manifestación social potencial de vitalidad afectiva? No puede ser la comunidad comunista del partido imaginario, que vive siempre en los intersticios y nunca puede manifestarse fuera de las simples escenas de singularidad en las que se ancla. La línea Stirner–Tiqqun (el “compra-salida” de los aparatos y con ello la desactivación de su legitimidad) debe fijar su mirada en la operación cibernética más amplia que manifiesta y construye esas mismas situaciones mediante el ciclo continuo de retroalimentación. Esto no por falta de esfuerzo de su parte, sin embargo, para la desactivación vital total del devenir-pasivo cibernético de todos los cuerpos debe existir la construcción de un verdadero afuera y, a partir de él, el despliegue masivo de inversiones afectivas y beligerantes. Cualquier afuera de un plano de la política inherentemente codificado y espectacular (devenir-trascendente o codificado a través del pliegue) debe fundarse en lo real del afecto-como-afecto, en la experiencia vivida de la vida cotidiana. Esto lo demostraron con claridad los situacionistas, que mediante su noción de la situación propusieron no una salida, sino una política fractal del acontecimiento, no como acontecimiento, sino como un medio existencial vivido.

Esto lo realizan los situacionistas tanto como visionarios como también en su faceta de intelectuales artísticos algo ingenuos, al pasar por alto la problemática cibernética clave que se desarrolla a partir de su noción de Espectáculo. La recuperación del espectáculo no se detiene en la mera recuperación de las prácticas artísticas, sino que llega a recuperar la propia base de la experiencia humana. La experiencia humana está determinada por una subjetivación que hace de uno un sujeto pasivo e individuado dentro de un aparato. La nada creativa de Stirner es despojada de su “agencia” subjetiva (si es que Stirner pudiera considerarse un teórico de la agencia), siendo reemplazada en su lugar por lo que Deleuze llama “la vida en los pliegues”. Quizás entonces sea la visión ética de Deleuze la que pueda escapar a este repliegue inherente de la experiencia directa. En su texto sobre Foucault escribe:

“El punto más lejano se vuelve interior al convertirse en el más próximo: la vida en los pliegues. Esta es la cámara central, de la que ya no hay que temer que esté vacía, puesto que uno la llena consigo mismo. Aquí uno se convierte en maestro de su velocidad y, relativamente hablando, en maestro de sus moléculas y de sus rasgos particulares, en esta zona de subjetivación: el barco como interior del exterior.”

Esta inversión de los pliegues y la reapropiación del control sobre la propia “velocidad” sugiere, en sí misma, la posibilidad de una reapropiación del proceso aceleratorio del capital mediante inversiones afectivas vitales. Deleuze sugiere la posibilidad de una ética de la subjetividad, un tercer polo más allá del saber y del poder que contiene la potencia de desactivar las dimensiones disciplinarias y biopolíticas imbuidas en los otros dos polos. Es una ruptura con la experiencia-como-poder y un redescubrimiento ético de la experiencia-como-sí-misma, la desactivación propia de la trascendencia cibernética y el devenir-inmanente, y con ello el descubrimiento de una vida como pura inmanencia. La pura inmanencia como una vida, o la experiencia-como-sí-misma, es la autoimpresión siempre presente de los afectos que es “olvidada” (si hemos de emplear los términos de los fenomenólogos) mediante la subjetivación de la vida en experiencia-como-poder (la vida de un cuerpo dócil y determinado).

Debe entonces, con el fin de replegar la intensidad de esta experiencia-como-sí-misma (la vitalidad o jouissance del Uno, como la llama Laruelle) de nuevo en la totalidad cibernética más amplia por medio de inversiones afectivas y de lo que podría llamarse una “estrategia vital” (en oposición a la estrategia fatal que se encuentra al nivel del devenir-trascendente), actuarse a través de esta experiencia o afectividad para desactivar la producción de la experiencia-como-poder o de la experiencia-como-capital (dependiendo del lado que se adopte en el debate Tiqqun–CCRU sobre la contingencia del capital y el poder, debate en gran medida irrelevante aquí). Se trata de la distorsión y la “comunización” de los aparatos sin recurrir a una simple secesión ni a una política estrecha de la singularidad sin totalidad. Debe apoyarse en lo que podría denominarse un actuar-a-través-del-Uno o “exterioridad”, una forma hipersticional de lo que se llamará no-práctica (non-praxis), que se opone a la praxis institucionalizada y que la sobrepasa al mismo tiempo que se edifica sobre la idea del aceleracionismo incondicional de una antipraxis.

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